Caminito
Parece mentira que aún me acuerde de esas cosas; era una niña, pero son imágenes imborrables que me acompañan ahora que estoy tan lejos y que añoro esos viejos tiempos.
Ese camino que recorría y que en aquél entonces parecía larguísimo, ahora ya veo que son más que unos cientos de metros.
Era una emoción muy grande que nos dieran la encomienda de llevar el "lunch" a nuestro padre. El trayecto para llegar a su lado, aunque no muy largo, tenía sus riesgos, pasábamos junto al río, después, inmensa ante nosotros se aparecía la cortina de la presa Alvaro Obregón, con decenas y decenas de escalones que llevan a la cima y el pequeño parque Oviáchic, al que con gusto me hubiese desviado, pero el deber era lo primero y el estómago de mi progenitor ya añoraba la comida.
Los carros, aunque no eran muchos, pasaban cerca de nosotros que íbamos por la orilla de la carretera rumbo a la planta hidroeléctrica que era nuestro destino final.
El campamento donde vivíamos cuenta con pocas casas, pero muy bonitas, tenían un patio enorme, algunas eran de dos recámaras y otras de tres, era tanta la confianza que había entre los vecinos que en tiempo de calor algunos se subían a dormir al techo, sí, al techo.
Los habitantes, encabezados por casi todos trabajadores de la planta, se ayudaban unos con otros, incluso algunos jóvenes se casaron y formaron familias que aún viven ahí y siguen laborando en la hidroeléctrica que pertenece a la Comisión Federal de Electricidad.
A mí me tocaba vivir en el campamento sólo en vacaciones escolares, puesto que también teníamos una casa en Ciudad Obregón, ubicada a unos cuarenta minutos de ahí, y esa era la mejor época del año.
En temporada de lluvias los cerros lucían reverdecidos y los chicos éramos como animalitos salvajes en el monte, nos sentíamos libres y a pesar de los peligros, considero que éstos siempre serán menos que los que existen en las grandes ciudades.
Soy la más pequeña de mis hermanos, Laura, la penúltima, era mi compañera de juegos, porque el resto son más grandes y tenían amigos de otra generación, sin embargo primos y vecinos completaban mis horas de diversión, que en aquel entonces eran muchas.
En los alrededores también estaba el canal que aunque peligroso nunca se libraba de que los atrevidos jóvenes mostraran sus destrezas en la natación echándose clavados y esquivando la fuerte corriente, desobedeciendo todas las recomendaciones de las madres que les prohibían bañarse ahí.
Llegamos a la planta. El entrar en esa construcción cuando tienes menos de 10 años es impresionante, el techo parecía tan alto que en mi imaginación pensaba que ahí podría vivir un gigante si se hiciera la puerta más grande. Cuando había tiempo se nos permitía dar un pequeño recorrido, incluso entrar en el túnel, eso sí me daba miedo porque mis hermanos decían que podían salir zorrillos y fúchila yo no quería verlos. Contaba con una potente sirena que anunciaba los cambios de turno y que fácilmente se escuchaba en los alrededores, aunque eran pocos los habitantes.
En las cercanías están los pueblos de Buena Vista, Hornos y Cumuripa, ¡ah! y los soldados, casi olvidaba a los soldados, eran ellos quienes resguardaban la planta, tenían una diminuta base junto a ésta, cerca de donde el agua salía a presión y formaba una espuma, que de no ser por el olor se antojaría comerse.
El cuartel siempre se veía limpio, me llamaban la atención las piedras encaladas cuidadosamente colocadas para formar vereditas y la palapa donde los guardianes bien se podrían pasar un rato agradable, incluso hasta hacer un convivio y comer carne asada, lástima, la última vez que lo vi estaba abandonado.
Al lado contrario del caminito de mi infancia está la subida pavimentada a la presa del Oviáchic, también llamada así. Otra manera de ascender son los ya mencionados escalones, que aunque antes acostumbraba contarlos muy seguido, la verdad es que ya ni me acuerdo cuántos son.
Ahora, cuando esporádicamente recorro el mismo sendero en automóvil, recuerdo las charlas interminables mientras iba a pie y probablemente hasta descalza, quizá variaba el acompañante que podía ser cualquiera de mis hermanos, pero no el camino, ese siempre era el mismo, lo conocía tan bien que hasta sabía dónde estaban colocadas las piedras, los árboles, arbustos y hasta de donde salían más animalitos.
Un día el recorrido no fue tan feliz, sino al contrario. Siendo adulta y radicando incluso en otra ciudad volví, pero no a juntar piedritas ni cuanto palito me encontrara. Tuve que seguir una carroza fúnebre que llevaba el cuerpo de mi padre, que al pasar por la planta donde él laboró por varias décadas encendió la sirena como un pequeño, pero significativo reconocimiento.
En el cortejo iban viejos conocidos, familiares y amigos, no sé que hayan sentido ellos, pero a mí se me hizo un nudo en la garganta y mis ojos enjugaron lágrimas con el ulular que tantas veces oí de niña y que para mí significaba su regreso, en esta ocasión significaba la despedida definitiva.
4 comentarios
sergio guerrero -
ana lilia -
Betty -
Jose Alvaro -